Si las escuchamos detenidamente, o si solo leemos la letra, algunas de las salsas más famosas deberían llenarnos de tristeza por las historias de amores perdidos o dramas sociales. Sin embargo, al escucharlas, el ritmo nos invade y bailamos. ¿Por qué? ¿De dónde viene esa tradición tan nuestra de bailar música triste?
Hace algunos días, mostraba la canción Stay With Me, de Miki Matsubara, -una canción de city pop japonés- a dos amigos, y uno de ellos (Diego, a quien debo la idea entera de este texto) dijo: “qué curioso que la letra sea triste y la música alegre, es equivalente a nuestra tradición latinoamericana de bailar la tragedia”.
Esas tres palabras, bailar la tragedia, se quedaron dando vueltas en mi cabeza por mucho tiempo. Lo había pensado alguna vez, quizás había reído con tiktoks sobre cómo los latinoamericanos bailamos canciones cuyas letras son lamentos de desamor. Pero quería, necesitaba saber de dónde viene esa tradición.
Una diferencia entre el city pop japonés y la música latina es que el primero, un género fascinante, era el reflejo artístico de un boom económico en el Japón de los 80s. Era música para yuppies (young urban professionals, o jóvenes profesionales urbanos en español), que es el término que designa a adultos jóvenes de áreas metropolitanas con trabajos corporativos bien pagados. La música glamorosa, brillante y artificial, era el reflejo de una ascendiente y moderna clase social que se beneficiaba de la burbuja inmobiliaria creada por un momentum financiero que hizo de Japón una potencia económica. El city pop era lo mejor del funk y del disco, los sintetizadores más frescos, y la alegría de vivir en un mundo cuyas puertas había abierto la abundancia económica.
La música latina bailable cuenta otra historia. Más bien, cuenta un montón de historias que vienen de un escenario común. Para saber por qué bailamos estas cosas tan peculiares que cantamos, vale la pena saber de dónde viene eso que cantamos.
La tradición de la fiesta latinoamericana tiene muchísimas formas según dónde se la vea (la rumba, la cumbia, el merengue, incluso el reggaetón) pero la salsa me parece, por mucho, una de las más fascinantes por su contexto histórico y social.
“Los canciones de la mejor salsa”, -dice un artículo anónimo colgado en internet-, “son de los problemas de la clase baja”. La música salsa es uno de los géneros más populares y representativos de la cultura latina en todo el mundo. El género se remonta a la década de 1940 en Cuba, cuando los músicos comenzaron a fusionar los ritmos africanos y latinos con influencias de jazz y mambo. El resultado fue un género musical nuevo y emocionante que se conocía como "son montuno". El son montuno se caracterizaba por su ritmo rápido, su uso de percusión, guitarras y trompetas, y sus letras a menudo hablan sobre la vida cotidiana y las preocupaciones sociales de los cubanos.
En la década de 1960, el son montuno evolucionó en Nueva York y se convirtió en la salsa, gracias a la influencia de músicos puertorriqueños, cubanos y dominicanos que se reunían en clubes de música latina. La salsa también incorporó elementos de otros géneros como el jazz, la música afrocaribeña y la música brasileña. La salsa se convirtió en una forma de expresión y resistencia cultural para los latinos en los Estados Unidos, especialmente para los puertorriqueños, que luchaban por sus derechos civiles y por el reconocimiento de su identidad cultural.
Sin embargo, aunque se posición como una herramienta de empoderamiento y un medio para conectar a las comunidades latinas, también fue utilizada por la industria musical para comercializar la música y controlar la cultura latina. Los músicos y las comunidades latinas tuvieron que luchar contra la explotación y la apropiación cultural para mantener la autenticidad y el significado cultural de la salsa.
Ángel Quintero Rivera explora en "Salsa, sabor y control: sociología de la música tropical" cómo la música tropical se convirtió en una forma de expresión para las culturas populares en la región, y en específico cómo la salsa surgió como un género híbrido que fusionó las tradiciones musicales africanas, caribeñas y latinas.
Quintero Rivera también discute cómo la música salsa ha sido utilizada tanto para resistir la opresión como para promover la integración cultural, argumentando que, a pesar de los intentos de la industria musical de controlar y comercializar la salsa, la música sigue siendo una forma importante de resistencia cultural y política para las comunidades latinas en la región.
La salsa es, entonces, en un medio de denuncia. Uno de los mejores ejemplos es quizás una de las canciones más populares de la salsa: "Pedro Navaja" de Rubén Blades. La canción cuenta la historia de un criminal que acecha a sus víctimas en las calles de Nueva York. A través de la letra, Blades critica la violencia y la pobreza que enfrentan las comunidades latinas en las ciudades estadounidenses y cuestiona el sistema que perpetúa estas desigualdades. Hoy, la canción es un clásico de la salsa y es considerada una de las canciones más icónicas del músico panameño.
En su novela “¡Que viva la música!”, un retrato de la vida de las clases bajas colombianas ochenteras que se enfoca en la música, la droga y la calle, Andrés Caicedo dibuja con precisión una radiografía de la clásica urbe latinoamericana donde la música popular no está dirigida a yuppies, sino a juventudes frustradas, rabiosas, sufrientes. Una de las figuras centrales en la banda sonora del libro es Ray Barretto, que no es ajeno a la temática social en sus canciones. Una de ellas es "El Hijo de Obatalá", una canción de 1972 que se convirtió en un éxito en la escena de la salsa de Nueva York y en una de las canciones más famosas del percusionista estadounidense de origen puertorriqueño. La letra habla sobre la discriminación racial y la lucha por la igualdad en América Latina y los Estados Unidos. La canción se inspira en la religión yoruba y hace referencia a Obatalá, un orisha asociado con la creación y la justicia. "El Hijo de Obatalá" se ha convertido en un himno de la lucha contra la discriminación y la opresión.
En su novela “Los rostros de la salsa”, Leonardo Padura explora el papel de la música salsa en Cuba, donde el género se popularizó en la década de 1970 y se convirtió en un símbolo de la identidad y la resistencia cultural de los cubanos. Padura examina cómo los cubanos expresaron su descontento con el gobierno y su deseo de libertad y cambio social a traves de este género musical.
La historia se centra en la historia de un periodista cubano que investiga la vida de César “Mantequilla” Nieves, un famoso músico de salsa de los Estados Unidos durante los años 70 y 80, que aunque es ficticio, está basado en un beisbolista real que en la novela se convierte en un ídolo de la salsa. A través de su investigación, el periodista descubre cómo muchos músicos latinos tuvieron que enfrentar el racismo y la discriminación en su lucha por el reconocimiento y el éxito.
Algo que me fascina de la salsa es su capacidad de abordar temáticas complejas (tabúes, incluso) con la misma facilidad con que nuestros cuerpos bailan. “Me tengo que ir”, de Adolescent’s Orquesta habla del aborto (¡Ay, es que el dolor que había en su vientre / Un niño estaba presente / Y en sus cartas me decía / Que alguien perdería la vida / Y tristemente me escribió así / Me tengo que ir). Mientras tanto, “El gran varón”, de Willie Colón, cuenta la dura historia de una persona transexual que nunca fue aceptada por su padre por no estar a la altura de sus expectativas, y muere finalmente sola en un hospital.
Y sin embargo, bailamos los ritmos pegadizos de estas salsas. No se me ocurre otro contexto en que bailemos el dolor de la violencia, del rechazo social, del aborto. Decimos con nuestros cuerpos lo que muchas veces no nos atrevemos a hablar. Convertimos el baile en diálogo, en el recurso extraordinario con que combatimos lo que nos hiere. Así, resulta que estamos más cerca de lo que la grotesca realidad quiere hacernos creer.
Por supuesto que la denuncia social no es la única forma de hablar de la tragedia. El desamor es tragedia, y sobre esta tragedia se encarga de hablar la salsa romántica. Es un subgénero de la salsa que se caracteriza por su enfoque en el amor y las relaciones personales. Aunque la salsa en general se originó como una forma de resistencia y denuncia social, la salsa romántica surgió en la década de 1970 como una respuesta a la necesidad de canciones que hablaran de amor y desamor en un contexto latino. Muchas de estas canciones fueron inspiradas por el bolero, un género musical romántico que se originó en Cuba y se extendió a otros países de habla hispana. Desde entonces, la salsa romántica se ha convertido en una parte integral de la música latina, abordando temas como el amor, el desamor y la traición.
En su obra de teatro “Qué locura enamorarme yo de ti”, Gabriela Wiener explora el amor y los modelos familiares, girando en torno al tremendo éxito musical de Eddie Santiago, entrelazándose con la convulsa historia de amor que narra la canción. Mientras la música cuenta la tristeza de amar a alguien a quien no se puede tener, su ritmo alegre de la canción provoca ese sentimiento latinoamericano común de querer bailar, con los puños cerrados, los brazos ligeramente doblados y los hombros acompasando las percusiones complejas y dulces al oído. Bailar, pues, la tragedia.
La salsa, en todas sus variantes, ha sido una herramienta para la resistencia y la denuncia social. Pero también ha sido un espacio para el amor y la expresión romántica. La salsa romántica, en particular, ha sido criticada por algunos por su enfoque en el amor y las relaciones personales en lugar de abordar problemas sociales y políticos. Sin embargo, al amar y ser amado, se afirma la humanidad y la dignidad de uno mismo y de los demás.
Por supuesto que el hecho de que una salsa romántica hable de amor, no quiere decir que no sea un discurso de resistencia. La capacidad de amar y de expresar el amor en una sociedad que a menudo deshumaniza a las comunidades latinas es, en sí misma, un acto de resistencia. Cantar -y sobre todo, bailar- el desamor, es resistir. Es no saber rendirse, porque seguro que mi suerte cambiará, como cantan Willie Colón y Héctor Lavoe.
Quizás es que, como dice Roland Barthes, “el discurso amoroso asfixia al otro, que no encuentra ningún lugar para su propia palabra bajo ese decir masivo.” No es solo que resistamos a través del amor, es que hablamos de amor para resistr. Quizás huimos de la muerte y del desamparo y de la violencia de nuestros contextos sociales a través de dos cosas que sabemos hacer con excepcional intensidad: amar y bailar.
Nota: Hay mucho, mucho, más que decir de la salsa. Aunque este es un post exploratorio de la historia y sociopolítica de la salsa, para una visión más completa se requiere más que una breve reflexión como esta. Aquí dejo unos recursos interesantísimos para continuar explorando otras facetas del género:
El podcast La hora Faniática, de Radio Gladys Palmera.
El canal de Youtube Salserísimo Perú.
La divulgadora, DJ de Salsa y Tiktoker Demosofía.
Además, dejo aquí una playlist para bailar la tragedia.
Finalmente, pueden seguirme en Spotify para ver qué estoy escuchando.